Roberto Rébora: inminencia y devenir, por Víctor Sosa

Roberto Rébora: inminencia y devenir
 
 

Víctor Sosa
 

De-venir (1994, monotipo, 50 × 40 cm, serie La Niña Precoz)
De-venir
(1994, monotipo, 50 × 40 cm, serie La Niña Precoz)

 
No se trata de distribuir con complacencia muchos “blancos” en un cuadro; se ha de introducir el vacío en forma atinada, procurando que el cuadro, aun cuando esté muy lleno, dé la impresión de respirar con desahogo y de estar cargado de devenir.

François Cheng


[L]o que verdaderamente nos impresiona es su manera de introducir en la pintura un elemento verdaderamente nuevo: la inclusión del tiempo en la tela, por medio de la línea. La línea es la verdadera dominante en su arte; la línea que es siempre un “recorrido” [...] sutileza que señala su obra con el signo de precursora de una época en la que las artes visuales ya no son únicamente artes del espacio sino además artes del devenir.

Gillo Dorfles
 

La primera cita se refiere al valor del vacío en la pintura china. Como es sabido, en las artes visuales del Extremo Oriente –y en éstas se incluye a la poesía– el vacío se reviste de significación y cumple una función protagónica en la composición artística. No se trata de blancos in-significantes sino de una entidad viviente que hunde sus raíces en la cosmología y, particularmente, en la noción cosmogónica del yin y yang, esas dos fuerzas complementarias que representan el vaivén entre vacío y plenitud –plenitud que sólo es posible mediante el vacío y vacío que continúa operando en la plenitud–. Gracias a dicha dialéctica que rige todas las instancias existenciales, podemos entender el proceso creativo como una gestalt ordenadora que involucra, en su dinámica circular, al observador de la misma. Es en ese dinamismo y en esa respiración transformadora (los chinos hablan de aliento, ya que “El hombre nace de una condensación de alientos”, como lo ha dicho Chuang Tzu) donde la representación del cuadro o del poema se abre hacia lo indiferenciado: montaña y lago se unen y se disuelven en la bruma –en el blanco– que atraviesa el plano pictórico: en ese vacío no pintado y pleno de significación. En el paisaje chino –a diferencia del paisaje occidental– siempre será menos significativo lo que vemos que aquello que intuimos –y que palpita– detrás de los blancos elocuentes. Esta semiotización del vacío –que en Occidente sólo se hará visible con el arribo de las vanguardias– es una constante cargada de devenir, de cosa siempre en proceso de ser, que permea toda la tradición artística de China.

La segunda cita, del teórico italiano Gillo Dorfles, se refiere a Klee y coincide con el planteamiento de François Cheng en el sentido del
devenir: un arte que se gesta en tanto que “recorrido”, más allá de los límites estrictamente espaciales que lo hacen posible. Se trata de una nueva dimensión perceptiva que escapa del frontispicio narrativo de la tradición medieval y también del “cubo escenográfico” –como lo llamó Francastel– de la espacialidad tridimensional renacentista. Visto desde este ángulo, el vacío y la línea, como valores sígnicos complementarios, construyen un arte de la inmanencia abierto hacia múltiples representaciones y significaciones posibles.

Roberto Rébora (Guadalajara, 1963) se encuadra en esa dimensión. En sus dibujos, la línea cohabita con el vacío y este último adquiere operatividad gracias al
ductus lineal que lo remarca. Pero debo aclarar: en el jalisciense el blanco no responde a las consideraciones cosmológicas y mitosóficas de la tradición oriental y mucho menos a los cánones hipercodificados de la pintura china. Contrariamente a esta última, que enfatiza la temática del paisaje, de la naturaleza y de los espacios abiertos, donde la figura humana se integra como un elemento más de la composición, en Rébora nos trasladamos a espacios cerrados –recintos familiares, recámaras y, sobre todo, hipertrofiadas camas inquietantes– que sostienen la inminencia de un drama demasiado humano. Allí se gesta un “recorrido” –más sicológico que cosmogónico– por los pasillos y túneles de un inconsciente tan colectivo como contemporáneo. Se habla del hombre encerrado en el férreo devenir de las pasiones. La naturaleza, aquí, se disipó en el espacio intemporal del mito y el hombre se descubre solo frente a su sombra y sus fantasmas. Por ello, el vasto y blanco vacío, en los dibujos de Rébora, se “iconiza” y puede ser leído como carencia, como falta –en el doble sentido del término: ausencia e infracción a la norma– y como inminencia del desastre. Un desastre pleno de incertidumbre, como en el cuadro de Richard Dadd –el sicótico pintor inglés– analizado de manera asombrosa por Octavio Paz.
 

El hijo curioso (1993, monotipo, 50 × 40 cm, serie La Niña Precoz)
El hijo curioso
(1993, monotipo, 40 × 50 cm, serie La Niña Precoz)
 
Y el desastre en Rébora está presente como transgresión erótica, ya que, como dijo Georges Bataille: “El erotismo es inseparable de la violencia y la transgresión.” De ahí la importancia que adquiere para Rébora la mirada. Mirada que encarna ese
más allá erótico (Paz), producto del contacto visual –real o imaginario– con el objeto deseado. Ahora bien, el erotismo encierra una profunda paradoja: se desea el objeto en tanto imagen, en tanto creación e invención proyectados en un cuerpo inexplorable; erotismo como cuerpo del deseo que permanece deseo; como zona imaginaria del ser; como Eurídice, evaporándose ante la mirada anhelante de Orfeo. Visto de este modo, el erotismo es una tragedia sin objeto
, o más correctamente: inventa su objeto para encarnar el deseo, para prevalecer en la fragilidad del instante y en la delicada distancia que el artificio sustenta: un paso más, y todo se disuelve en la realidad de un cuerpo sexualmente exánime; un paso menos, y nos congelamos en la estoica ataraxia de los sentidos. Ambas actitudes –desenfreno y ascetismo– acaban con el erotismo y acaban, por igual, con una de las fuentes nutricias más ricas del arte de todos los tiempos. Roberto Rébora parece saberlo y está dispuesto a conservar el hechizo. Por eso su actitud erótica y transgresora se suspende –y se sustenta– en la inminencia del suceso y en el devenir del enigma.
 

La zorra (1994, monotipo, 50 × 40 cm, serie La Niña Precoz)
La zorra
(1994, monotipo, 50 × 40 cm, serie La Niña Precoz)
 
En uno de sus cuadros, un muchacho reclinado en una enorme cama, con el miembro erecto y los testículos notoriamente hipertrofiados, observa la entrada en escena de un gatito que se dirige hacia un plato –seguramente con leche– al pie de la cama. Los tres elementos –gato, muchacho y plato– forman un triángulo imaginario en cuyos vértices la “acción” se desencadena. Sabemos –o más bien, presentimos– que algo sucederá cuando el gato beba la leche, algo que también afectará a la figura del muchacho reclinado. La relación semántica entre la leche y el semen es tan directa en nuestra cultura que esperaríamos de inmediato una reacción eyaculatoria como respuesta al vaciamiento del plato; la eyaculación –vaciamiento de los testículos– colmaría nuevamente el plato permitiendo así una repetición
ad infinitum de la representación. En otro cuadro vemos a un niño que comete bestialismo con una zorra. Y es descubierto in fraganti por su padre y su hermana. A diferencia de la anterior, esta representación nos induce a una lectura retrospectiva. Por la actitud de los tres personajes humanos podemos inferir una delación de la niña ante el acto transgresor del hermano, situación que desencadena otra acción transgresora: la niña rodea la pierna del padre con sus brazos y la mano derecha reposa sobre el sexo de éste. Se diría que el acto pasa inadvertido, ya que las tensiones-miradas se concentran en el coitus interruptus –nudo dramático del discurso–, pero tanto para Rébora como para el observador exigente este “dato” no puede pasar inadvertido, ya que desencadena el estímulo-respuesta, tan presente en la narrativa visual del autor. Otra vez las complejas madejas sicológicas se activan: la niña quiere ser zorra –y busca el falo del padre– aunque, en actitud mimética y cómplice con la figura paterna, censura la transgresión perpetrada por su hermano. En el cuadro titulado ¡Ven!, un niño de aspecto desgarbado intenta atraer a una niña –con gesto lascivo– hacia la cama, mientras que con el otro brazo parece manipular sus genitales. La niña vacila: dice que sí con el cuerpo –que se inclina hacia el ángulo donde se encuentra el niño– pero mira temerosa hacia el ángulo contrario, hacia afuera de la representación. En el ángulo inferior izquierdo, la figura de un gato traza un semicírculo que se pierde en el borde de la cama. Otra vez el triángulo como gestor de una dinámica en ciernes. Otra vez el deseo enmarcado en los límites de la infracción.

En esos bordes se mueve la propuesta vis
ual de Rébora: entre el flujo y la contención, entre lo permisible y lo prohibido, entre la comedia humana y el drama absurdo de los instintos. Y todo ello sucede en el espacio siempre virtual del cuadro, en ese espacio donde nuestra intrusa y cómplice mirada confirma la inminencia del desastre.
 
Exposición La Niña Precoz en Zona / Espacio para Artistas
(Ciudad de México, 1994)



Víctor Sosa, “Roberto Rébora: inminencia y devenir”, de “Presentación”, en Revista de la Universidad de México, núm. 522, vol. XLIX, Universidad Nacional Autónoma de México, México, julio de 1994, pp 27-29. [Transcripción editada.]



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